jueves, 3 de agosto de 2017

MITO DE MUERTE Y MÁS ALLÁ EN MESOPOTAMIA

Foto: Nitish Meena

Los mesopotámicos tenían un concepto pesimista y negativo de la vida terrena y de la ultratumba.
Las fuentes para el estudio de este asunto son diversas, pues aunque existe una considerable arqueología de la muerte, tan sólo aclara la cuestión del tratamiento del cadáver. Asimismo conocemos la existencia de variados relatos de descenso a los Infiernos, pero son raros los “textos funerarios”, en relación directa con tumbas (lápidas o epitafios). 
Además de todo ello, existía un pequeño número de exorcismos contra los males causados por los fantasmas.
La muerte es el destino normal de los hombres (algunos dioses como Tiamat, Kingu o We, mueren y unos pocos hombres se inmortalizan). El morir se expresaba como “devolver el aliento”, considerado cedido por los dioses por un plazo de tiempo fijo.
Del cadáver quedaban restos que se debían respetar, especialmente los huesos, que se transportaban en caso de traslado, por ser la “arcilla” que configuraba su morfología. 
El “fantasma”, etemmu (en acadio/en sumerio, gidim) del muerto se introducía por un orificio de la tumba en su nuevo habitáculo, para unirse a sus antecesores sobre la tierra, en el Infierno. El etemmu se aparecía en sueños y era fundamental en la mitología de la muerte y en la configuración de la idea del hombre. El hombre se presentaba en dos estados sucesivos: como awelum, vivos y en actividad al servicio de los dioses, y como etemmu tras su muerte.
Después de la muerte se concebía una especie de supervivencia en el mundo inferior, residencia de los muertos. Esto se basa en que el procedimiento funerario normal era la inhumación simple (enterramiento), salvo que se pretendiera castigar al muerto.
El mundo inferior, no sólo era el Infierno, sino que también estaba el dios Apsu, y era el lugar de residencia de divinidades inferiores. Pero de momento existen pocas precisiones sobre el ordenamiento de este mundo. 
Tardíamente se pensó que estaba dividido en tres pisos. En el inferior estaban los dioses de Abajo, en el medio estaba Apsu y en el subsuelo inmediato estaba la residencia o ubicación de los espíritus de los hombres. Los muertos siempre estaban sometidos a los dioses de su Anti-cielo. Existía todo un Panteón subterráneo, comandado por la diosa Ereshkigal y su esposo Nergal
El “Gran Abajo”, o el Irkallu, del sumerio Iri-gal (la “Gran Ciudad”), se organizó de forma natural según el plano de nuestro mundo. El panteón se repartió en dos grupos iguales: Trescientos arriba, y otros tantos abajo, con superioridad de los de arriba, puesto que allí estaban los más poderosos, grandes creadores y regidores del mundo. Las divinidades destinadas al Infierno estaban ordenadas jerárquicamente, con un jefe supremo a la cabeza. Bajo la influencia de los sumerios, se prefirió para ese papel a una mujer, Ereshkigal. Pero más tarde, se la reemplazó por un dios guerrero, Nergal (del sumerio Nê-iri-gal “Jefe de la gran ciudad”). Un mito acadio, en dos versiones, explica cómo Ereshkigal, al principio soltera, se casó con Nergal, en un caso violentamente conquistada, y en otro, como resultado de un episodio amoroso.
Los soberanos de Abajo, como los de Arriba, estaban asistidos en sus consejos por una élite de divinidades, a los que se llamaba Anunnaki, quienes juzgaban el caso de cada etemmu, ratificando la entrada del muerto en su nueva existencia.
El viaje al inframundo estaba asegurado por la inhumación ritual. Algunos documentos sitúan su puerta en Occidente, en el punto de la puesta de sol (Shamash). En estos casos, se representaba el llegar hasta allí, con un durísimo viaje (al igual que en la mitología egipcia).
El Infierno era un lugar de tinieblas, polvo, barro, quietud y silencio. Los dioses que vivían allí estaban contaminados por ese ambiente, pero disfrutaban de los mismos derechos y ofrendas que los dioses de Arriba. Una vez en el Infierno, el hombre quedaba totalmente despojado de propiedades y cualidades terrestres y le resultaba imposible salir. No había un juicio a los muertos. La idea de jerarquía que presidía la vida social en vida, se mantenía en la ideología de la desigualdad tras la muerte, que se percibía en la cantidad de ofrendas funerarias. Sobre todo en el período de las dinastías de Ur I y Kish, (ca. 2.500), en donde se inmolaba el personal doméstico junto a los reyes. Por lo que se formó la idea de diferentes destinos tras la muerte. 
La situación de los muertos en el Infierno, dependía del trato recibido de los vivos. Los familiares quedaban eternamente comprometidos con los muertos del grupo. La duración de esta relación era variable; los particulares durante tres generaciones y los reyes durante más tiempo. La familia estaba obligada al duelo por el difunto y a su entierro (la privación de sepultura recibía una pena gravísima). 
Había necrópolis, pero era frecuente el entierro en el suelo de la casa. Los ajuares acomodaban el viaje al otro mundo y consistían en talismanes, tablillas, etc. 
Quien más relacionado estaba con el muerto, pronunciaba su nombre y lo trataba con deferencia.
También se le suministraban bienes de consumo, alimentos y agua fresca.
 
Tras lo referido sobre las dificultades para entrar en el Infierno y sobre la estancia allí triste, lúgubre y eterna, es lógico hablar de las reacciones de los muertos. Pero estas inconsistencias son frecuentes en todo tipo de folclores. En concreto, los mesopotámicos estaban convencidos de que los etemmu podían actuar sobre los awelum. Por una parte, positivamente, como agentes de los dioses y como intercesores ante los dioses de Abajo. 
De hecho, había invocadores especializados en hacer “subir” a los muertos para solicitarlos. 
Sin embargo, los muertos también podían actuar negativamente para molestar a los vivos, atemorizándolos, por lo que se efectuaban ritos para evitarlo (como el entierro de figurillas que representaban a los etemmu). 
También coexistían dos imágenes del Infierno: una negativa, más divulgada y generalizada, según la cual el Infierno y los muertos eran funestos; y otra melancólica y triste, pero no cruel, ni terrible. Por todo esto puede observarse, cómo es propio de la mitología ampliar las posibles respuestas al mismo enigma.

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